Hace algunos años en la televisión peruana aparecieron unos personajes populares llenos de un discurso callejero, vulgar, racista pero con marcado éxito como parte de un montaje perfecto de la dictadura fujimorista para embrutecer a la población. Típico de formas autoritarias que confunden la libertad de pensamiento con promover el libertinaje mental y de arte popular con estupidez y chatura cómica.
Creí, equivocadamente, que estos se habían reducido a espacios en televisoras nada comprometidas con el enriquecimiento espiritual. Pero nada. Acabo de ver, estupefacto, pasmado, la resurrección de esa manera torcida de entender el arte y esta vez en lo teatral. La Plaza ISIL, en ese mall que es Larcomar (ese mismo espacio donde policías municipales miraflorinos actuaron racistamente contra un grupo de ciclistas mestizos) y natural vitrina turistiquera de un circuito de consumo imparable. Es así como debe comenzar a entenderse esta nefasta puesta de escena llamada “Por accidente”, escrita por Alfonso Santisteban y Marisol Palacios, y dirigida, malamente, por esta última. Teatro de consumo para consumidores que les da lo mismo comprarse un zapato, comer en mac donalds o ver teatro, para estos todo ello es intercambiable. Claro, pensando en ese tipo de voracidad consumista es que se ha hecho esta puesta.
Estamos ante la decadencia del teatro peruano, hemos tocado fondo, que a pesar de la eclosión estadística (hay más montajes, más actores, festivales, más producción en sectores poblacionales poco impactados por el teatro etc), los niveles de calidad no han mejorado ostensiblemente. Brutal paradoja que quienes tienen los recursos para hacer un buen teatro nacional desperdicien ello en banalidades legitimadas por una falsa autopercepción de permisibilidad artística e inmunidad mediática. Es decir, la estrategia de visibilización y onanismo mutuo, es tejer redes nada escrupulosa en los medios de comunicación que, por supuesto, jamás harían una crítica rigurosa a esta puesta y sus análogas. Es una claudicación de toda crítica, bien armada y aceptada. Por ejemplo, un par de sus auspiciadores son El Comercio (una nulidad en comentarios teatrales en sus páginas culturales llenos más bien de farandulerismo) y Plus TV, una televisora endogámica, gobernada por los mismos y hablando de ellos mismos. Ya volveré sobre ese pacto infame en un ensayo posterior.
La obra es una mezcla de groserías, chistes racistas, literatura de autoayuda, falso azar, estereotipos, cojudeces pasadas como crítica social y, marcadamente, clasista. Pocas veces se ha visto una puesta tan abiertamente clasista. Ya la sola escenografía era un indicador de ostentación. Aparece un carro caro chocado y mostrando su poder financiero ante los ojos de los espectadores (que siguen dejando el celular prendido). Resulta que, cerca a unos edificios de clase media limeña, ha sucedido un accidente entre un “cholo power” y un “blanquito” misio. La premisa era que ello desencadenara un drama, a ritmo de comedia, sobre las estructuras mentales disímiles de dos individuos de grupos sociales distintos y antagónicos. Pero no. Era demasiado esperar. Lo que sigue es una retahíla de complejos, de usos retóricos discriminatorios, confusiones dramáticas poco verosímiles, usos implacables de verborrea prejuiciosa en los fraseos, parlamentos ágiles y nada críticos, la derrota del pulso dramático por el marketing. Una puesta digna de su mall.
Resulta que Richard (Emilrán Cossío) el que manejaba el superauto, se hace pasar por ser el hijo del dueño de Topy Top (una empresa real y exitosa en trapos pero conformada por peruanos de origen andino, una empresa emprendedora y exitosa de migrantes serranos) y ello, le hace cambiar la percepción racial que tiene el chofer del otro auto chocado: Rodrigo (el actor de novelas, César Ritter), que había comenzado choleando al muchacho rechoncho. Como todo choque el otro es el culpable. Así se pulsean hasta que el develamiento del poder económico emergente de Richard seduce a Rodrigo. Este ve su oportunidad de contactarse para vender parte de sus productos (así nos enteramos que también era empresario¡¡¡¡) Pero resulta, oh, cruel destino, que el tal Richard no era hijo del dueño sino el chofer, un simple mortal que estaba usando el coche magnífico para impresionar a una novia en ciernes. Entonces, dos veces oh, se aparece el hombre del seguro (Miguel Iza) que intenta encontrar el origen del accidente y determinar responsabilidades. Este personaje, lector seguro de Paulo Coello y de libritos como El Delfín o Quién se ha llevado mi queso, será un promotor de autoayuda. Más cuando Richard se entera que la promesa de un futuro mejor dado por el falso hijo se derrumba. No tiene salida. Se ha caído la ficción de tener dinero. Pero, tres veces oh, en el lugar vivía un señor amanerado, feminizado, que paseaba su perrita por las noches, que resultó ser, ya que se había interesado por el choque, el ángel salvador: era el abogado de… Topy Top. Así, este sería, el contacto para que Richard pueda tener una tabla salvífica. Ni Televisa lo hubiera hecho mejor. Un esperpento en su peor acepción. Todo esa inverosímil historia contada a punta de frases hechas, estúpidas, fáciles, groseras.
Un auditorio cómplice y reilón delataba también las cartografías mentales que los alimentan.