Usando una antigua figura retórica podemos concluir, sin dudarlo, que César de María como Director es un buen dramaturgo. De él recordamos buenas obras y algunas de ellas notables, como A ver un aplauso (1989) o Dos para el camino (2002). Su nombre, merecidamente, ya pertenece al canon de nuestra historia del teatro. Pero como director, por lo menos en la obra que acabo de sufrir, no debería volver a intentarlo. Pocos autores y directores de sus mismas obras tienen la distancia crítica para lograr una buena puesta. De María no es de ese grupo.
Superpone su fraseo textual (que ya de por si es entreverado) con una planificación escénica aún más enrevesada. No solo por el tema sino por género en la que se podría inscribir. Uno no sabe si está ante una parodia, una comedia, un drama, un entremés. Lo curioso que él mismo lo presenta como Thriller psicológico, género que por supuesto ni se asoma. Intenta abarcar diversos temas: una reflexión sobre la violencia terrorista global, una crítica a las transnacionales farmacéuticas, un ejercicio metateatral, un horizonte de sentido sobre la memoria. Imagínese todo eso en un poco más de una hora. El viejo dicho quién mucho abarca poco aprieta no puede estar más que justificado.
Las actuaciones, salvo el breve monólogo a contraluz del personaje (Alexa Centurión) que hace de rebelde químico-farmacéutica, son terribles. Una mujer policía (Camila Mac Lennan), que para mostrarnos que es española, dice coño y para expresar que tiene autoridad vocifera sin parar; una psicoterapeuta (Natalia Torres Villar) supuestamente argentina (de Buenos Aires¡¡¡) que descubre, ante la paciente imaginada, que tiene un complejo con su padre¡¡¡. Es decir, lleno de lugares comunes, maniquea, mal dirección actoral, luces incoherentes con los desplazamientos actorales, reiterativo en sus diálogos, efectista en casi todas las escenas.
Hay dos esferas semánticas que me preocupan: primero la vaciedad de los objetos, es decir, la pérdida de su significación en la puesta. Ello pasa por el uso circular y sin sentido de un arma. Hay momentos en los que Gabriela Billoti (alter ego de ella misma) usa la pistola para amedrentar a su oponente escénico y luego lo tiene jugueteando entre los dedos sin la contundencia prevista. El arma de pronto deja de ser un peligroso objeto que puede quitarte la vida en manos alteradas para convertirse en una torpe sombra de lo que puede ser. Se inutiliza su poder. Se vacía de significado. Entonces todo se caricaturiza.
He ahí mi segunda preocupación y tal vez lo más terrible: la caricaturización del tema de la violencia. En la nota de autor (volante que entregan al entrar en la función en la Alianza Francesa de Miraflores), De María sostiene respecto a su negativa de tocar temas de la violencia política peruana última: “Sin embargo, escribir y dirigir una obra que reseñe eventos así de grandes y trascendentes excedía mis posibilidades y sobre todo excedía mis ganas. No quería meterme en honduras históricas sin la investigación suficiente (…)”
Pero eso es lo que justamente hizo, nuestro dramaturgo: quiso ser global y apenas rozó una meditación elemental sobre el tópico violentista, quiso hacer una reflexión sobre la ficción teatral y terminó extraviado en conjeturas mal formuladas. Entonces una ve la obra y se pregunta qué nos quiso decir en el fondo. Por eso la última preocupación y la más grave, pierde una gran oportunidad de cavilar sobre nuestra violencia histórica bajo el pretexto de su inaprehensión. Uno de nuestros mejores dramaturgos renunciando al poder asir nuestros procesos violentos como país. De María tiene que ir de nuevo por su lucidez dramática, ya probada con anterioridad, y no evitarse así mismo como el gran escritor que todavía es (eso espero).