miércoles, 28 de septiembre de 2011

LOS CÓMICOS AMBULANTES EN LARCOMAR: POR ACCIDENTE de Marisol Palacios y Alfonso Santistevan


Hace algunos años en la televisión peruana aparecieron unos personajes populares llenos de un discurso callejero, vulgar, racista pero con marcado éxito como parte de un montaje perfecto de la dictadura fujimorista para embrutecer a la población. Típico de formas autoritarias que confunden la libertad de pensamiento con promover el libertinaje mental y de arte popular con estupidez y chatura cómica.


Creí, equivocadamente, que estos se habían reducido a espacios en televisoras nada comprometidas con el enriquecimiento espiritual. Pero nada. Acabo de ver, estupefacto, pasmado, la resurrección de esa manera torcida de entender el arte y esta vez en lo teatral. La Plaza ISIL, en ese mall que es Larcomar (ese mismo espacio donde policías municipales miraflorinos actuaron racistamente contra un grupo de ciclistas mestizos) y natural vitrina turistiquera de un circuito de consumo imparable. Es así como debe comenzar a entenderse esta nefasta puesta de escena llamada “Por accidente”, escrita por Alfonso Santisteban y Marisol Palacios, y dirigida, malamente, por esta última. Teatro de consumo para consumidores que les da lo mismo comprarse un zapato, comer en mac donalds o ver teatro, para estos todo ello es intercambiable. Claro, pensando en ese tipo de voracidad consumista es que se ha hecho esta puesta.


Estamos ante la decadencia del teatro peruano, hemos tocado fondo, que a pesar de la eclosión estadística (hay más montajes, más actores, festivales, más producción en sectores poblacionales poco impactados por el teatro etc), los niveles de calidad no han mejorado ostensiblemente. Brutal paradoja que quienes tienen los recursos para hacer un buen teatro nacional desperdicien ello en banalidades legitimadas por una falsa autopercepción de permisibilidad artística e inmunidad mediática. Es decir, la estrategia de visibilización y onanismo mutuo, es tejer redes nada escrupulosa en los medios de comunicación que, por supuesto, jamás harían una crítica rigurosa a esta puesta y sus análogas. Es una claudicación de toda crítica, bien armada y aceptada. Por ejemplo, un par de sus auspiciadores son El Comercio (una nulidad en comentarios teatrales en sus páginas culturales llenos más bien de farandulerismo) y Plus TV, una televisora endogámica, gobernada por los mismos y hablando de ellos mismos. Ya volveré sobre ese pacto infame en un ensayo posterior.


La obra es una mezcla de groserías, chistes racistas, literatura de autoayuda, falso azar, estereotipos, cojudeces pasadas como crítica social y, marcadamente, clasista. Pocas veces se ha visto una puesta tan abiertamente clasista. Ya la sola escenografía era un indicador de ostentación. Aparece un carro caro chocado y mostrando su poder financiero ante los ojos de los espectadores (que siguen dejando el celular prendido). Resulta que, cerca a unos edificios de clase media limeña, ha sucedido un accidente entre un “cholo power” y un “blanquito” misio. La premisa era que ello desencadenara un drama, a ritmo de comedia, sobre las estructuras mentales disímiles de dos individuos de grupos sociales distintos y antagónicos. Pero no. Era demasiado esperar. Lo que sigue es una retahíla de complejos, de usos retóricos discriminatorios, confusiones dramáticas poco verosímiles, usos implacables de verborrea prejuiciosa en los fraseos, parlamentos ágiles y nada críticos, la derrota del pulso dramático por el marketing. Una puesta digna de su mall.


Resulta que Richard (Emilrán Cossío) el que manejaba el superauto, se hace pasar por ser el hijo del dueño de Topy Top (una empresa real y exitosa en trapos pero conformada por peruanos de origen andino, una empresa emprendedora y exitosa de migrantes serranos) y ello, le hace cambiar la percepción racial que tiene el chofer del otro auto chocado: Rodrigo (el actor de novelas, César Ritter), que había comenzado choleando al muchacho rechoncho. Como todo choque el otro es el culpable. Así se pulsean hasta que el develamiento del poder económico emergente de Richard seduce a Rodrigo. Este ve su oportunidad de contactarse para vender parte de sus productos (así nos enteramos que también era empresario¡¡¡¡) Pero resulta, oh, cruel destino, que el tal Richard no era hijo del dueño sino el chofer, un simple mortal que estaba usando el coche magnífico para impresionar a una novia en ciernes. Entonces, dos veces oh, se aparece el hombre del seguro (Miguel Iza) que intenta encontrar el origen del accidente y determinar responsabilidades. Este personaje, lector seguro de Paulo Coello y de libritos como El Delfín o Quién se ha llevado mi queso, será un promotor de autoayuda. Más cuando Richard se entera que la promesa de un futuro mejor dado por el falso hijo se derrumba. No tiene salida. Se ha caído la ficción de tener dinero. Pero, tres veces oh, en el lugar vivía un señor amanerado, feminizado, que paseaba su perrita por las noches, que resultó ser, ya que se había interesado por el choque, el ángel salvador: era el abogado de… Topy Top. Así, este sería, el contacto para que Richard pueda tener una tabla salvífica. Ni Televisa lo hubiera hecho mejor. Un esperpento en su peor acepción. Todo esa inverosímil historia contada a punta de frases hechas, estúpidas, fáciles, groseras.


Un auditorio cómplice y reilón delataba también las cartografías mentales que los alimentan.

domingo, 21 de agosto de 2011

ENTONCES ALICIA CAYÓ O LAS PISTAS FALSAS

Es una excelente oportunidad para ver como documento de trabajo teatrológico esta puesta ya que plantea la difícil relación entre Director y Autor. Es decir, la pregunta clásica del dilema acerca de la pretensión de prácticamente manejarlo todo escénicamente: ser el autor del texto y encima ponerlo en escena. Es inevitablemente una tensión difícil, hosca, pocas veces resuelta con éxito. En general se fracasa porque es difícil deshacerse de los roles creativos sin que signifique la intromisión del otro. Es por eso que los manuales básicos recomiendan que sea mejor que el autor esté muerto. Una figura literaria que describe el deseo real para sugerir que el ejercicio directoral requiere una autonomía tal que debe prescindir del autor como interventor en el montaje. En este caso, Mariana de Althaus, una de las pocas dramaturgas peruanas con regularidad visible y facilidad mediática, posee la audacia de intentar escribir y dirigir la obra a la vez.

Ante ese conflicto se tiene que elegir. Ergo, o se es buena directora o mejor dramaturga. La obra muestra ello en constante áspera negociación disciplinaria. Casi todas las veces vence la autora sobre la directora. Un texto que intenta ser simpático, con agilidad retórica, ganador además del Premio de Dramaturgia de El Británico 2010, embolsados mil dólares, publicación y montaje. En ese sentido, uno qué pensaría cuando la obra se titula Entonces, Alicia cayó. Las conexiones con la novela clásica de Carroll son inevitables.

Es allí donde comienza el error. La metareferencia es más una concesión personal, un gusto individual que carece de sentido para la obra porque no hay conexión de ningún tipo con el paradigma inglés. Es decir, uno excluye el título, la metareferencialidad supuesta, y la obra seguiría funcionando. No es necesario recurrir al impromptus carroliano para existir como tal. A ello sumemos la opción cuando chocan director-autor. Muchas veces la directora no corta el texto de la autora, diálogos innecesarios, tautológicos, obvios, invariantemente extraviadas en el facilismo del gag verbal y del chiste antes que la habilidad de un fraseo más elaborado y menos comprometido con el universo literario personal de la autora que no despliega coherencia dramática en la propuesta. Se ahoga así misma.

Uno mientras mira la puesta va observando también la derrota del concepto de director autónomo para sujetarse a un texto que exige su totalidad. Entonces sistemáticamente se articula un disforzado fraseo, falsamente irónico. Es más, ello se profundiza con las historias que hay detrás en un hotel llamado WonderLand. Una mujer de 41 años (Vanesa Saba) que ve con ansiedad el límite de la edad para tener un hijo ante la negativa del novio (Paul Martin) por no tenerlo aún. Lo que uno observa es sumamente divertido, pocas oportunidades de ver una telenovela mexicana en teatro: todo es melodrama de cliché televisivo, como si actuaran para Televisa antes que para un auditorio teatral. No hay tensión, no hay drama importante, la historia femenina de maternidad ansiada solo reproduce un estereotipo. Aquí no ha funcionado ni la historia ni la dirección.

El fracaso es doble. La segunda historia es de una escritora mediocre (Sofía Rocha) que desea el estrellado artístico pero no puede educar a su hija en la ruta de la integridad humana (Patricia Barreto). Esta pertenece ya a otro sistema de valores que no comprende. La niña, una excelente performance de Barreto que salva apenas la puesta, maneja los códigos de un nuevo paradigma filial. En un momento creí que la metáfora de la búsqueda aupada por el concepto de Alicia en el País de Las Maravillas, como una inserción en el conocimiento del mundo y el reconocimiento de sus fronteras, tenía que ver con las historias propuestas por Althaus, pero nada. Pura ilusión mía, provocada por una pista falsa de la dramaturga.

La tercera historia es de una anciana cantante en el ocaso (Ana Cecilia Natteri) y su esposo, un filósofo gris (Carlos Mesta), que rejuvenece ante un amorío estudiantil y el hecho de ser padre. Rol que había sido negado por la dama cuya carrera al parecer ha sido exitosa. Sin embargo, para ser filósofo el personaje carece de orden lógico y una capacidad de reflexión mayor. Todo es plano en su argumento por sostener su amor clandestino con la muchacha. La cantante (que canta horriblemente, a propósito) recuerda que ya no puede ser madre y eso al parecer la entristece. Si la tesis de la puesta era la maternidad: una que quiere tener un hijo pero no puede, otra que tiene una hija pero no sabe qué hacer con ella y otra que no quiso tener hijos. Entonces ha fracasado. La primera se agota en una histérica desesperada por preñarse; la segunda en un comportamiento más infantil que la hija y la última, en una reflexión sobre el final de su vida artística antes que algún asunto de la maternidad.

Claro, y ¿Alicia? Hasta ahora sigo buscando qué diantres tenía que ver con la puesta. Salvo que Althaus sea una nueva Ionesco y tampoco haya alguna cantante calva.


viernes, 5 de agosto de 2011

PEQUEÑAS INTERRUPCIONES O EL TEATRO DE LA ESTUPIDEZ

Esta puesta dirigida y escrita por Mateo Chiarella Viale, inaugura una nueva variante del teatro del absurdo: el teatro de la estupidez. Si el núcleo poético y epistémico del teatro del absurdo era el uso surrealista del verso y una crítica profunda a la razón instrumental moderna, en cambio esta avanza más: demuestra que viejos y renombrados actores (su padre, Jorge Chiarella, su madre Celeste Viale y el inefable Alberto Isola) puedan estar horas en el proscenio diciendo tontería tras tontería con una historia banal y, creyéndose así mismos, que están explorando nuevas vetas dramáticas. Me divierte más ver la repetición de Chaparrón Bonaparte y Lucas (que también intentan parecerse pero sin el brillo y el filo del fraseo de Gomez Bolaños).
Pocas veces se puede observar en escena una contundente demostración del daño que han hecho lecturas mediáticas de Ionesco o Beckett, o del mismísimo Luis Berninsone (cuyo disfuerzo es más luminoso y audaz que la propuesta comentada). Isola no actúa, se deja llevar por la procacidad, es como si el guión fuera un entrenamiento para aspirantes a dramaturgos condenados al fracaso. Mediocre guión más mecánicas actuaciones y tienen ustedes las “pequeñas interrupciones” del pensamiento abstracto, de lo hondo que puede todavía caer nuestra pálida y menor dramaturgia. Sumémosle a eso la falta de autocrítica para montar semejante obra que quiso ser mordaz pero solo es patética, que quiso renovar el absurdo siendo estúpida, que asumió la poesía como premisa pero se agotó en versos baratos y comunes. Esta familia de personajes dedicados al teatro en nuestro país, cuyo aporte es bueno resaltar y reconocer, más allá del oficio mostrado en la Sala de la Alianza Francesa de Lima, no han hecho sino señalar el peligro de la endogamia teatral, del autoritarismo de los círculos teatrales cerrados y oligárquicos que les impide contrastar con puestas menos mediáticas pero más ricas teatralmente, como las que se desarrollan en las zonas periféricas al asumido como centro de la ciudad.
En su obra y puesta anterior Il Duce (2008), un intento seudoépico e incoherente con la realidad histórica peruana (hubiera sido más interesante una obra sobre Fujimori, por ejemplo, si el tema era gobernante autoritario), habían visos cómicos apreciables pero ahora, la comedia a dado paso a la ridiculez. Al ver lo pasmado que quedó el auditorio por lo ininteligible que pasaba ante sus ojos, además de un inicio sumamente aburrido, se comprobó con los aplausos tibios y más bien educados, sin entusiasmo, al término, pero, apenas tocados o “interrumpidos” por este intento falaz de complejidad. Sin conexión entre la puesta y el auditorio, no hay modo de hacer teatro responsable desde su posición comunicacional de privilegio. Es urgente revisar los parámetros de nuestra dramaturgia y analizar su crisis, al parecer, de larga permanencia.